Es un hecho, que en el ámbito ambiental, los problemas han tomado dimensiones globales por sí mismas, es decir, independientemente de fronteras políticas e institucionales o de acuerdos de globalización.
La naturaleza global de los problemas ambientales ha generado una dinámica de relaciones internacionales significativamente diferente en los últimos años.

Si pudiéramos observar la Tierra desde su satélite natural, la Luna, luciría como un planeta apacible, una esfera azul salpicada por masas de nubes sumida en una aparente e inalterable calma. Las grandes cuencas oceánicas y los mares, los continentes, las islas y los hielos perpetuos de los polos parecerían inmutables. Quizá tan sólo el movimiento de las nubes nos daría la impresión de que algo en ella cambia.Mirando desde ahí, tal vez muy pocos sabrían que la apariencia actual del planeta es el resultado de la acción acumulada, a lo largo de varios miles de millones de años, de fenómenos naturales como los sismos, las erupciones volcánicas, los huracanes, la erosión causada por el viento y el agua, así como por la actividad de los seres vivos.El desarrollo de nuestra civilización ha modificado, y en muchos casos de manera substancial, el paisaje terrestre. Las ciudades y poblados en los que vivimos, así como los campos de los que obtenemos nuestros alimentos han removido a los ecosistemas originales, secado lagos y ríos -como en el caso de la Ciudad de México o incluso ganado tierras al mar -como Tokio, la capital japonesa-. También hemos llevado a la extinción a numerosas especies y sobrecargado la atmósfera con gases y contaminantes que causan cambios en el clima, todo ello para establecernos y permitir que nuestras ciudades y pequeños poblados sigan creciendo.
La naturaleza global de los problemas ambientales ha generado una dinámica de relaciones internacionales significativamente diferente en los últimos años.
Si pudiéramos observar la Tierra desde su satélite natural, la Luna, luciría como un planeta apacible, una esfera azul salpicada por masas de nubes sumida en una aparente e inalterable calma. Las grandes cuencas oceánicas y los mares, los continentes, las islas y los hielos perpetuos de los polos parecerían inmutables. Quizá tan sólo el movimiento de las nubes nos daría la impresión de que algo en ella cambia.Mirando desde ahí, tal vez muy pocos sabrían que la apariencia actual del planeta es el resultado de la acción acumulada, a lo largo de varios miles de millones de años, de fenómenos naturales como los sismos, las erupciones volcánicas, los huracanes, la erosión causada por el viento y el agua, así como por la actividad de los seres vivos.El desarrollo de nuestra civilización ha modificado, y en muchos casos de manera substancial, el paisaje terrestre. Las ciudades y poblados en los que vivimos, así como los campos de los que obtenemos nuestros alimentos han removido a los ecosistemas originales, secado lagos y ríos -como en el caso de la Ciudad de México o incluso ganado tierras al mar -como Tokio, la capital japonesa-. También hemos llevado a la extinción a numerosas especies y sobrecargado la atmósfera con gases y contaminantes que causan cambios en el clima, todo ello para establecernos y permitir que nuestras ciudades y pequeños poblados sigan creciendo.